En julio de 2017 el presidente Mariano Rajoy junto al ministro de Fomento Iñigo de la Serna anunciaban el lanzamiento del llamado “Plan Extraordinario de Inversiones en Carreteras”, conocido por su acrónimo PIC. Este plan anticipaba la licitación mediante colaboración público-privada de actuaciones sobre más de 2.000 km en los siguientes cuatro años con una inversión estimada de 5.000 millones de euros. Esta iniciativa permitía al Gobierno reducir el déficit público y multiplicaba por seis la capacidad de gasto que permitía el presupuesto de un año.
Casi al mismo tiempo, en agosto de 2017, el BOE publicaba el convenio de gestión directa entre el Ministerio de Fomento y la Sociedad Estatal de Infraestructuras del Transporte Terrestre (SEITT), por el que se regulaba la gestión de la explotación y la preparación de la licitación de las autopistas de titularidad estatal en proceso de liquidación. Este grupo de autopistas englobaba las cuatro radiales de Madrid (R-2, R-3, R-4 y R-5), la autopista de peaje Ocaña – La Roda (AP-36), el Eje Aeropuerto (M-12), la autopista de peaje Madrid – Toledo (AP-41), la Circunvalación de Alicante y el tramo de la AP-7 entre Cartagena y Vera. La publicación de este convenio daba el pistoletazo de salida a un proceso que estaba en la agenda política desde hacía unos años, cuando muchas de las empresas concesionarias de estos contratos de concesión se declararon en quiebra y se inició su liquidación. Desde febrero de 2018 hasta junio de 2018, han sido revertidas al Estado todas estas autopistas a excepción de la AP-41, que sigue pendiente de resolución a fecha de redacción de este artículo.
Adicionalmente, el Ministerio de Fomento se encontraba por esas fechas con la necesidad de tomar una decisión acerca de los contratos de concesión cercanos a su terminación y consecuente reversión al Estado, tales como los de la AP-1 Burgos – Armiñón, la AP-4 Sevilla – Cádiz o ciertos tramos de la AP-7 como el de Tarragona – Alicante. El abanico de opciones es amplio e incluye la posibilidad de extender el plazo, relicitar la concesión, licitar únicamente la conservación y explotación y que sea el Estado quien reciba los ingresos de peaje o dejar la autopista libre de peaje y que el Estado asuma su conservación.
Con estos tres hitos encima de la mesa de los decisores públicos, el Gobierno de Rajoy planteó la posibilidad de llegar a un consenso político a largo plazo sobre las inversiones a futuro en infraestructuras y abrió la discusión sobre el eterno debate de la tarificación de las infraestructuras y su impacto en la economía del país. La búsqueda de este consenso es un hecho que parece obvio, pero que no ha sido un factor común en las políticas de inversión en España. Cada administración estatal ha lanzado su propio plan de inversión (muchas veces utilizando proyectos de gobiernos anteriores y cambiando exclusivamente el nombre) y lo han utilizado como reclamo electoral. Se puede afirmar que España no ha tenido una política de inversión en infraestructuras todo lo ordenada y planificada que hubiera sido deseable.
La llegada al poder del nuevo Gobierno socialista en junio de este año 2018 ha tenido, como consecuencia inmediata, un retraso en la ejecución de estos planes:
- El PIC ha sido momentáneamente paralizado cuando parecía que los Pliegos para las dos primeras actuaciones en Murcia estaban a punto de ser oficialmente publicados.
- La relicitación de las autopistas rescatadas ha quedado pospuesta sine die, con el consiguiente efecto directo en el déficit por estar la responsabilidad patrimonial de la administración (cantidad con la que el concedente ha de resarcir al concesionario como contraprestación a las inversiones realizadas) consignada en los presupuestos del 2018.
- Por último, el ministro actual de Fomento, José Luis Ábalos, ha anunciado la decisión del Gobierno de no prorrogar la concesión de la autopista AP-1 entre Burgos y Armiñón (que termina en noviembre de este año), que revierte a la Administración, convirtiendo la autopista en una infraestructura libre de peaje y renunciando al cobro del orden de 70 millones de euros anuales. Esta decisión marca un hito para las próximas reversiones, planteando un escenario que pone en peligro el equilibrio presupuestario del Estado. A este respecto, convendría responder una serie de preguntas antes de tomar una decisión de ese calado: ¿Tiene sentido dejar libre de peaje una infraestructura por donde circulan entre un 30% y un 50% de vehículos extranjeros? ¿Cómo se va a gestionar la previsible congestión en esta autopista que ocasionará el tráfico procedente de la actual alternativa gratuita, que es de características inferiores? ¿Cómo se acometerá la inversión para su ampliación si no se cumple con los niveles de servicio mínimos?
Es decir, el hecho de que se haya producido un cambio de Gobierno en España ha afectado de manera directa a los planes previstos por el anterior ejecutivo. Esto, lejos de sorprender a la opinión pública, se considera una manera de proceder habitual en este país en los últimos años. Precisamente por ello es necesario abrir el debate sobre la viabilidad de los planes lanzados por distintos gobiernos sin contar con un respaldo mayoritario en la Cámara Baja; planes con horizontes temporales y compromisos que van más allá de la legislatura en la que se aprueban.
Un Plan de transporte debería ser un acuerdo del Estado con los ciudadanos a largo plazo, que pueda sobrevivir a varias legislaturas incluso aunque se alternen gobiernos de distinto signo. Los ciclos políticos son más cortos que la vida de las infraestructuras, que el plazo de construcción de algunas de ellas y que el horizonte temporal de la mayoría de los Planes. El político que decide sobre un proyecto rara vez inaugura la obra. Aunque los beneficios son a largo plazo, los gastos en ocasiones son a corto o medio plazo. Por todo lo anterior, para que prosperase el Plan de infraestructuras del transporte que necesita España (esto es, un Plan que abarque cuatro o cinco legislaturas), sería necesario un acuerdo entre los principales partidos de Gobierno que apartara la cuestión del debate político: lo que ahora se ha dado en llamar “Pacto de Estado”.
En el fondo, un Plan trata de la distribución de ingresos (impuestos y tasas) y gastos entre distintos sectores que merecen atención. Por eso hay que definir también la procedencia de las fuentes monetarias, presupuestarias o extrapresupuestarias. No hay que confundirlo con un esquema director: este último sólo es la parte del Plan que representa la imagen final del campo de actuación (a veces se la denomina “la carta a los Reyes Magos”). Se trata de una confusión bastante común, en la que incurren los dos últimos planes sobre infraestructuras anteriores al PIC (el socialista PEIT y el popular PITVI): prima el escenario final sobre el detalle de cuándo y dónde se van a ir acometiendo las actuaciones planificadas (programación) y de cómo se van a pagar (financiación).
En conclusión, no sólo sería necesario alcanzar un “Pacto de Estado” que ampare un Plan de infraestructuras del transporte a largo plazo, sino que además el Plan aprobado debería tener una programación estable y una financiación comprometida.
Miguel Ángel Parras – Senior Investment Director